miércoles, 22 de diciembre de 2010

¡SANTA CLAUS NO LO SABIA¡

Por Héctor Ugalde


No debímos haberlo hecho. Luis, de ocho años, se restregaba inquieto las manos mientras esperaba la respuesta de su amigo. Ricardo, dos meses menor, pero diez centímetros mayor, dejo de jugar con el mecano y volteó a ver a su mejor amigo. Contestó:- ¿Por qué no?- Santa Claus nos va a acusar y todos se van a enojar mucho.- No te preocupes, no lo sabe.- ¿Cómo no va a saberlo? Si Santa Claus lo sabe todo.- No te preocupes. No sabe que lo hicimos.- ¿Cómo sabes que Santa Claus no lo sabe? Ricardo desesperado por la insistencia de Luis, replicó:- ¡Porque yo sé más que Santa Claus! La respuesta de Ricardo no convenció mucho a Luis, pero ya no siguió insistiendo. 

Caminando de regreso a su casa, Ricardo no comprendía la preocupación de su amigo. A Ricardo no le importaba que Santa Claus este año tampoco le volviera a traer nada, ¡la idea de hacer estallar con un cohete el buzón del Director de la escuela había sido fantástica! ¡Cómo había volado el Buzón! ¡Cómo había sonado la explosión! ¡Cómo... En ese momento apareció una ardilla en la banqueta y Ricardo, corriendo tras de ella, se olvidó del asunto. María estaba preocupada. Se acercaba la Navidad y los niños se ponían más nerviosos, cometían más errores y prestaban menos atención a las clases. Pero lo más importante de todo: se ponían tristes, en vez de alegrarse con la llegada de la Navidad. 

Desde que había llegado como maestra hace cuatro años, y le habían explicado la costumbre que tenían de que alguien se disfrazara de Santa Claus, para leer ante todos la lista de fechorías que los niños del pueblo hacían, para castigar a los niños malos y convertirlos en niños buenos; la idea del Santa Claus regañón no le gustaba. María suspiró. Lo que para ellos eran fechorías, para María eran simple travesuras. Para ella no había niños malos ni niños buenos, sólo niños tranquilos, y niños inquietos que no podían contener el bullicio de la vida que tenían dentro. Allí estaba el caso de Ricardo y Mauricio: los niños rebeldes y traviesos del pueblo, o el de Luis muchacho tímido y sensible que lloraba cuando se hablaba de Santa Claus. María no creía que eso fuera bueno para los niños, pero todas sus tentativas de acabar con esa "nueva" tradición habían sido infructuosos. Ricardo comenzó a inquietarse por su amigo Luis, lo veía cada vez más triste y callado.- ¿Qué te pasa?- Nada.- ¿Cómo que nada? ¿Qué pasa?- ¡Te dije que nada!- Somos amigos, así que me tienes que decir qué te pasa.- Nada, el próximo Lunes es Navidad.- ¿Y?- ¡Y Santa Claus les va a decir a todos que soy un niño muy malo, y mis papás ya no me van a querer!- No. Te aseguro que Santa Claus no lo sabe, y te lo voy a demostrar. ¡Te lo prometo! Ricardo no sabía cómo, pero tenía que encontrar pruebas de que Santa Claus no sabía que ellos habían sido los del "Buzón cohete". 

¡No podía tener ojos en todos lados! ¡No podía saberlo todo! Si así fuera, hace dos años Santa Claus lo habría regañado por lo de la miel derramada en el interior de los pantalones de deportes. Creyeron que había sido Abelardo, ese niño raro que expulsaron y se fue a una escuela en la ciudad. Y no le hubiera dado regalos, bueno, el pequeño regalo que le dio. ¡Ni eso le hubiera dado! Pero Ricardo pensaba y pensaba, y no se le ocurría cómo cumplir su promesa. Hasta que llegó el 24 de Diciembre, y decidió resolver el asunto de una manera directa: ¡enfrentaría a Santa Claus cara a cara! Ricardo se situó en un lugar estratégico, una calle por la que a fuerza tenía que pasar Santa Claus, cuando se dirigiera al Kiosco donde cada Domingo tocaba la banda del pueblo, pero cada 24 de Diciembre el show lo daba el gordo Santa Claus. 

Cuando la figura de Santa Claus apareció caminando por la estrecha calle, Ricardo corrió y se interpuso en su camino. Santa Claus trastabilló y se paró en seco.- ¿Qué quieres, mocoso?- Preguntarte algo.- ¿Qué cosa?- Quiero preguntarte si sabes quién puso cohetes en el buzón del director. Santa Claus se quedó un rato extrañado por la pregunta. Después dirigió una mirada furiosa a Ricardo.- ¡Así que fuiste tú, chamaco endiablado! ¡Me lo suponía, pero no estaba seguro! Podría haber sido Mauricio, ese otro monstruo enano que me saca canas verdes.- ¡No lo sabía! Santa Claus ahora sabía que él había sido, pero no importaba, de todos modos por lo de la bicicleta sin frenos no iba a tocarle regalos. ¡Lo importante era que Santa Claus no sabía que Luis le había ayudado! El niño se sonrió y se fue corriendo, dejando al Santa Claus haciendo un berrinche navideño. Ricardo entró corriendo a la casa de Luis. ¡Tenía que darle la noticia! Subió las escaleras de dos en dos y entró apresuradamente en la recámara de su amigo. El cuerpo de Luis colgaba del techo, balanceándose sin vida. Una opresión se formó en su pecho y sintió que se ahogaba. Corrió escaleras abajo, tropezó con el papá de Luis y salió a la calle a tomar aire. Lo único que rondaba en su cabeza era ¿Por qué? ¿Por qué? Seguía sintiendo un nudo en el estomágo y para soltarlo, para liberarlo, comenzó a gritar a media calle:- ¡No lo sabía!- ¡No lo sabía!- ¡Santa Claus no lo sa

REGALOS DE NAVIDAD

La Conferencia de Regalos de Navidad de aquel año estaba llena hasta la bandera. A ella habían acudido todos los jugueteros del mundo, y muchos otros que no eran jugueteros pero que últimamente solían asistir, y los que no podían faltar nunca, los repartidores: Santa Claus y los Tres Reyes Magos. Como todos los años, las discusiones tratarían sobre qué tipo de juguetes eran más educativos o divertidos, cosa que mantenía durante horas discutiendo a unos jugueteros con otros, y sobre el tamaño de los juguetes. Sí, sí, sobre el tamaño discutían siempre, porque los Reyes y Papá Noel se quejaban de que cada año hacían juguetes más grandes y les daba verdaderos problemas transportar todo aquello...
Pero algo ocurrió que hizo aquella conferencia distinta de las anteriores: se coló un niño. Nunca jamás había habido ningún niño durante aquellas reuniones, y para cuando quisieron darse cuenta, un niño estaba sentado justo al lado de los reyes magos, sin que nadie fuera capaz de decir cuánto tiempo llevaba allí, que seguro que era mucho. Y mientras Santa Claus discutía con un importante juguetero sobre el tamaño de una muñeca muy de moda, y éste le gritaba acaloradamente "¡gordinflón, que si estuvieras más delgado más cosas te cabrían en el trineo!", el niño se puso en pie y dijo:
- Está bien, no discutáis. Yo entregaré todo lo que no puedan llevar ni los Reyes ni papá Noel.
Los asistentes rieron a carcajadas durante un buen rato sin hacerle ningún caso. Mientras reían, el niño se levantó, dejó escapar una lagrimita y se fue de allí cabizbajo...
Aquella Navidad fue como casi todas, pero algo más fría. En la calle todo el mundo continuaba con sus vidas y no se oía hablar de todas las historias y cosas preciosas que ocurren en Navidad. Y cuando los niños recibieron sus regalos, apenas les hizo ilusión, y parecía que ya a nadie le importase aquella fiesta.
En la conferencia de regalos del año siguiente, todos estaban preocupados ante la creciente falta de ilusión con se afrontaba aquella Navidad. Nuevamente comenzaron las discusiones de siempre, hasta que de pronto apareció por la puerta el niño de quien tanto se habían reído el año anterior, triste y cabizbajo. Esta vez iba acompañado de su madre, una hermosa mujer. Al verla, los tres Reyes dieron un brinco: "¡María!", y corriendo fueron a abrazarla. Luego, la mujer se acercó al estrado, tomó la palabra y dijo:
- Todos los años, mi hijo celebraba su cumpleaños con una gran fiesta, la mayor del mundo, y lo llenaba todo con sus mejores regalos para grandes y pequeños. Ahora dice que no quiere celebrarlo, que a ninguno de ustedes en realidad le gusta su fiesta, que sólo quieren otras cosas... ¿se puede saber qué le han hecho?
La mayoría de los presentes empezaron a darse cuenta de la que habían liado. Entonces, un anciano juguetero, uno que nunca había hablado en aquellas reuniones, se acercó al niño, se puso de rodillas y dijo:
- Perdón, mi Dios; yo no quiero ningún otro regalo que no sean los tuyos. Aunque no lo sabía, tú siempre habías estado entregando aquello que no podían llevar ni los Reyes ni Santa Claus, ni nadie más: el amor, la paz, y la alegría. Y el año pasado los eché tanto de menos...perdóname.
Uno tras otro, todos fueron pidiendo perdón al niño, reconociendo que eran suyos los mejores regalos de la Navidad, esos que colman el corazón de las personas de buenos sentimientos, y hacen que cada Navidad el mundo sea un poquito mejor...

martes, 21 de diciembre de 2010